miércoles, 18 de julio de 2012

AMIA, la ética de la memoria y la justicia


No somos los mismos. Nunca lo fuimos y ahora tampoco. Nadie es el mismo. Nos cambian los acontecimientos, en ese lugar extraño en el que creemos que elegimos nuestros destinos, pero al mismo tiempo el destino o el azar nos elige. Nos eligen los hechos, en esa zona también difusa donde creemos poder construir sentido, pero al mismo tiempo los sentidos se nos imponen. Tal vez la libertad no sea más que la paradoja de liberarse de una atadura y encontrarse atado en otra. Nos atan los condicionamientos, en esa fisura abierta entre todo lo que nos va constituyendo. Abierta, porque nunca es definitiva y así vamos siendo lo que somos: la identidad nunca es última, sino que es un texto que vamos escribiendo, pero que al mismo tiempo otros nos escriben. Nos escriben los otros, a veces con su diferencia y a veces con su sangre. O nuestra sangre. O nuestros otros. Nos escriben las bombas. Nos escriben los muertos. Todos, de alguna manera somos nuestros muertos, esos escribas anónimos, pero sobre todo somos el modo en que su memoria escribe nuestro presente. Nos escribe. Escribas anónimos que nos alertan frente al monopolio de la historia y nos exigen una redención infinita. Los muertos vuelven a morir cada vez que una sociedad olvida, o peor, vuelven a morir cuando el olvido se vuelve indiferencia, ese abismo sin sentido que hace de la justicia una burocracia banal y de la representación un formalismo. Los muertos vuelven a morir cuando se esconden las complicidades, o peor, vuelven a morir cuando se hace de la memoria una contienda entre facciones. Nunca alcanza con pedir justicia por el pasado, sino se lucha por la justicia del presente. La memoria no solo tiene que ver con la verdad, sino con la ética. Y por eso el modo en que recordamos, en que homenajeamos, en que enseñamos, transmitimos, educamos, y sobre todo el modo en que decidimos conmemorar cada nuevo 18 de julio, es también una manera de construir memoria. Todo nos escribe. Quién habla y quién no habla. Quiénes organizan los actos y a quienes se deja afuera. Quiénes nos representan y quiénes no. Qué se dice, qué no se dice, quién pelea, quién no pelea, qué se recuerda, qué no se recuerda, qué se valora, qué no se valora. Todo nos escribe, nos guste o no nos guste…
Todo nos escribe, pero ¿a quiénes? ¿Quiénes nos estamos preguntando? No somos los mismos. Ser judío en la Argentina no es lo mismo desde los atentados. ¿Y ser argentino en la Argentina? ¿A quiénes escribe cada 18 de julio? ¿A quiénes escribe la memoria de nuestros muertos?: ¿a los judíos?, ¿a los judíos argentinos?, ¿a los argentinos? ¿De quiénes hablan los pilotes que aíslan a cada institución judía del resto de la sociedad?: ¿de los judíos?, ¿de los judíos argentinos?, ¿de los argentinos? ¿Todavía hay alguien que pueda separar tan taxativamente lo judío de lo argentino? ¿Y para qué? ¿Quiénes ganan y quiénes pierden? ¿Contra quiénes fue el atentado? ¿Contra quiénes queremos que haya sido el atentado? ¿Quiénes deberíamos recordar?

publicado en Clarín, el 18 de Julio del 2012

martes, 19 de junio de 2012

Vómito de perro (sobre la confesión imposible)

Dicen que la palabra sana, pero a mi las palabras me dan miedo. Dicen que hay que buscar las configuraciones invisibles, pero a mi las construcciones lingüísticas me esclavizan, me someten, me abochornan. Recorrer el habla para poder escuchar no su sentido, sino su sonido. Recorrer el habla no para, o sea recorrerla para nada. ¿Pero por qué la palabra siempre abre nuevas significaciones? ¿Por qué la palabra reproduce más palabras que intentan dar sentido con palabras a lo que se supone que implica otro sentido, otras palabras que no son las que se muestran? Anhelo ese Edén donde las palabras reflejaban la verdadera naturaleza de las cosas, aunque siempre me quedará el sinsabor de no haber podido clasificar a la palabra como una cosa. La palabra no es una cosa, pero las cosas se nos presentan como palabras. Un mundo siempre asimétrico que nos exige poner orden. ¿Pero no es el orden un castigo? En definitiva, ¿qué es una palabra? Si ya la privamos de todo realismo, ¿no es todo lenguaje en algún sentido una confesión? ¿Y no es toda confesión, en otro sentido, la sustanciación de esta puesta que somos y que pretende incesantemente romper la dicotomía entre lo verdadero y lo falso? Pero hay algo peor (o mejor): ¿no es toda confesión, en última instancia, una manera de pedir perdón? Así la ciencia pide perdón por la manipulación de la naturaleza y así el arte pide perdón por hacernos digeribles los sinsentidos. Así la política pide perdón por ocultar las injusticias originarias y así la religión pide perdón por que no hay perdón. No, no lo hay. Nadie termina nunca de salirse de sí mismo, nadie se expropia. Nadie perdona dice Derridá lo imperdonable y por eso el perdón es imposible. Dar es imposible. Los vínculos son imposibles. Lo único posible es parece terminar siendo esta podredumbre que se interioriza en este olor que algunos llaman el yo. Es que la confesión nunca arranca las entrañas, no es entrañable. Nada es entrañable, sino que lo que duele y lo que goza siempre es del otro. La confesión es para otro. Es siempre esa puesta donde se juega la tensión entre lo que ya no quiero ser y lo que ya se que no voy a querer ser mañana cuando lo sea, y sin embargo lo único que importa es que el otro te crea y esa doble mentira (el otro que te miente para que uno se mienta) te transforme. Te convierta. Toda confesión es una conversión, pero nunca es honesta. La honestidad no existe. Honestos son los perros que te chupan porque quieren comer. Lo humano cuando es perro es honesto, pero cuando es humano se confiesa. Toda la cultura es una confesión: lo humano se pide perdón a si mismo, pero incluso ese pedido es siempre parcial. Todo lo imposible se arrastra sobre las posibilidades de lo posible. Vivimos arrepintiéndonos porque todo siempre pudo ser de otra manera, pero la desidia ontológica puede más y uno no mueve o ni siquiera sabe cómo podría hacer para mover. Quedamos perplejos y en esa hiancia empezamos a llorar. Un llanto escondido es siempre una confesión. Sabemos por qué lloramos, pero no lo sabemos con la mente y entonces suponemos que no lo sabemos cuando en realidad lo sabemos porque el saber se mueve por otros lados. Se mueve por lo imposible. Y son esos lados los que desacomodan toda estantería que se mantiene en pie gracias a esos dos pilares en los que uno tanto cree y que un día o un minuto o un segundo, cuando los fuimos a revisitar, ya no estaban. Confieso que creía, pero no se por qué ya no creo más, o más bien paso a creer en otra cosa, ya que la desvinculación absoluta es también una creencia y si dejo de creer en lo que creo es porque estoy creyendo ya en algo más aunque todavía no sepa en qué. Solo debo abrir la boca y vomitar palabras. Solo debo vomitar. A mi las palabras me dan miedo porque todo me da miedo y porque todo es palabra. A mi el vómito me da miedo porque tengo miedo que un día me salga de adentro todo lo que no tengo y que es lo único que desearía seguir sosteniendo. A mí. Necesito confesarme sin ser yo. Creo que la única confesión posible es aquella donde otros hablan por mí. Desde mí. Solo cuando yo me confieso, no me confieso. El vómito también es de los otros. Llegará el día en que por suerte todo se olvide. Solo el olvido no se confiesa. Sobrevivir es un acto de olvido. Necesito pedir perdón por todo lo que olvido y en especial por este olvido constante con lo que me rodea. No se trata de un olvido amnésico, ya que recuerdo lo que olvido. Se trata otra vez de una ontología. Todo resulta demasiado escabroso como para que, además, debamos hacernos cargo de lo que igual nos excede. El problema no es el mundo sino la falsa responsabilidad que enajenamos de creer que nunca moriremos si nos hacemos cargo de todo. ¿Pero qué es hacerse cargo de todo? ¿No es no hacerse cargo de nada? ¿Quién entrará al cielo al final? ¿Aquel que se la pasa lamentándose o aquel que se la pasa haciendo cosas creyendo que de ese modo está haciendo cosas? ¿Aquel que se vomitó encima o aquel que como en ese poema de Baudelaire, regaló la moneda falsa? Sí, la moneda falsa. Esa que entregamos todo el tiempo a todos en el tiempo. Toda confesión es una moneda falsa. Toda moneda es falsa. Toda confesión es una moneda. Pero todo intercambio nunca es honesto y por eso los perros no utilizan monedas. Los perros no se confiesan. Quiero ser un perro. Soy un perro. Confieso que soy un perro. No soy un perro. Espero que algún día alguien me perdone. Espero que algún día pueda perdonarme. Espero que algún día el perdón pueda perdonarme. Soy casi un perro, creo que lo voy a lograr. La palabra definitivamente no sana, sino enferma. La palabra enferma la palabra. Algún día dejaré de hablar. Algún día todo será vómito… 


publicado en Casquivana Nº 4
http://www.casquivana.com.ar/

sábado, 12 de mayo de 2012

Bienvenida la ley de identidad de género


Una de las formas de entender la identidad es pensarla como la respuesta a la pregunta ¿quién soy? En principio hay dos opciones: o llegamos a una respuesta segura; o bien cada vez que creemos llegar a una respuesta, se nos plantean nuevos interrogantes y continuamos la búsqueda. Por eso la identidad puede ser, o un punto de llegada, o un ejercicio de apertura constante, una reinvención permanente. Es cierto que poder saber quién soy nos brinda certezas, pero también es cierto que puede ser pensado como un modo de autocreación personal, donde lo importante es poder estar abiertos a nuevos encuentros con lo diferente, con lo otro. Si lo humano es una obra acabada, no deseamos otra cosa que una respuesta final; pero si lo humano es ese deseo de siempre sobrepasarnos a nosotros mismos, toda respuesta final se nos vuelve un impedimento, por no decir un dogma.
Todo esto podría quedar en un debate intelectual, salvo que la historia nos muestra como en nombre de la identidad se han cometido los peores avasallamientos. Las certezas incuestionables solo admiten otras respuestas incuestionables: nada mejor para un amigo que entender quiénes son nuestros enemigos. El problema siempre emerge en los márgenes, en la ambigüedad, en lo indefinido. Una identidad firme entiende quiénes no son los propios y respeta en su diferencia a quienes profesan otras identidades. Lo único que se exige es la certeza del límite. Un puro exige otro puro, como amigo o como enemigo: lo intolerable es la impureza, la hibridación, la mixtura. El europeo sabe lo que no es un europeo, el macho entiende lo que es una mujer. La violencia entre identidades opuestas es una violencia clara: en nombre de lo propio y en contra de lo ajeno. Pero la violencia con lo indefinido se ejerce en la invisibilización del otro, desterrado por fuera de lo que el saber de época acepta como natural o normal.
Lo insoportable es aquello que no encaja en ninguno de los parámetros hegemónicos. Si una identidad se define en la clarificación de mis límites (definir proviene de la idea de poner fines), entonces todo aquello que no encaje, se vuelve indefinible y por ello mismo absurdo. Habría como dos tipos de otredades: una tolerable, ya que aunque diferente a mí es reconocible como una identidad; y otra intolerable, ya que su sola presencia pone en cuestión la naturaleza de la idea misma de identidad. La transexualidad siempre se ha visto así estigmatizada. Nuestro pensamiento binario solo acepta dos opciones: se es hombre o se es mujer. Así, el único lugar posible para la transexualidad es el no lugar: la enfermedad.
Es evidente que si la identidad es una búsqueda, saber quién soy es básicamente una experiencia de ruptura. No hay mejor manera de conocerse a uno mismo que la que se presenta en nuestra potencialidad de abandonarnos y abrirnos a lo otro. Salirnos de nosotros mismos en busca de esa otredad que también somos. Nada hay en estado puro en la naturaleza. No hay naturaleza. Todo el tiempo nos estamos construyendo. O como sostiene Espósito, tal vez la naturaleza de lo humano sea la potencialidad de estar reinventando todo el tiempo nuestra propia naturaleza. Bienvenida la ley de identidad de género.

publicada en Diario Clarín el 12 de mayo del 2012

Todo y nada

A propósito de una fotos publicadas por perfil.com
http://www.perfil.com/fotogaleria/?filename=contenidos/2012/05/04/noticia_0036.html&fotoNro=3

En estos días Perfil.com publicó una serie de fotografías que muestran a tres amigas en una muestra fotográfica bastante particular: simulan estar robando una farmacia. La muestra no tendría nada de excepcional salvo por algunas circunstancias específicas: se trata de tres amigas ligadas por decirlo muy reductivamente al mundo fashion, en su vinculación con personalidades de la empresa, del modelaje e inclusive del rock nacional. La serie de fotografías están tomadas en una farmacia en Punta del Este en el marco del período vacacional y con la complicidad del cajero del local. ¿Por qué estas circunstancias estarían marcando alguna situación excepcional? O en el mismo sentido, ¿qué es lo que no cierra de este acontecimiento? O en la misma línea, ¿por qué se trata de un acontecimiento?
La frontera entre lo que queremos mostrar y lo que deseamos que permanezca en la privacidad se ha vuelto cada vez más endeble, porque la misma divisoria entre lo público y lo privado viene tambaleando hace rato. Las amigas que han emprendido este juego fotográfico son parte de un entorno en el cual la realización privada parece solo poderse lograr a través de la publicidad. No olvidemos que el término “publicidad” remite a lo público, poniendo en evidencia su problemática en nuestros tiempos: una cosa es que como ciudadanos participemos del espacio público como un espacio común en el cual dirimir y decidir sobre modelos de la buena vida para cada uno; y otra cosa es “privatizar” el espacio público convirtiéndolo –como en los realities o en los programas de chimentos- en una extensión de nuestra vida privada.  
Pero también los límites entre lo real y lo aparente se desdibujan, generando una sensación de patente borrosidad entre lo que puede ser pensable como una puesta y lo que puede corresponder a la realidad concreta. De hecho, toda la serie fotográfica se alinea en esta vaguedad que se vislumbra en el gesto especial de todos los participantes: no ríen ni actúan de verdad, sino que sonríen tibiamente. Es un interesante lugar desde el que manifiestan cierta ironía, cierta distancia frente a los lugares comunes que se reducirían a estar actuando o estar bromeando. Es más, la ironía quiere en su inconciencia mostrarse también en el paralelismo que se juega todo el tiempo entre las escenas de robo expuestas sobre el trasfondo de publicidades tradicionales de shampoo o maquillajes que las mismas protagonistas podrían haber realizado.
Esta ironía es la que genera un mayor impacto, sobre todo cuando se desplaza a la narrativa que se está contando: se trata de un robo, se trata de drogas farmacéuticas, se trata de la inseguridad. Se trata simbólicamente de una clase acomodada que en su discurso repetitivamente manifiesta su clamor frente a la inseguridad, a partir de este concreto tipo de acciones como el robo a mano armada de una farmacia para conseguir fármacos. Lo interesante es que en el imaginario la diferencia está puesta en la extracción social de los delincuentes. O dicho de otro modo; se supone que estas chicas jamás podrían robar de verdad una farmacia buscando drogas. O dicho al revés; si los actores de esta serie fotográfica hubieran sido chicos de la villa actuando con el mismo gesto irónico que estas amigas, se hubiera generado otro tipo de revuelo…
Es más, hay otra cuestión en juego y tiene que ver con el tipo de divertimento planteado: el que no necesita se divierte jugando a que roba, poniendo en ridículo la idea de que el que roba, lo hace por necesidad. Es que si el robo es un acto lúdico, ¿por qué no seguir sosteniendo el discurso injusto de que hay diferencias entre aquellos que roban por necesidad y aquellos que lo realizan solo para conseguir fármacos? Como si se pudiera aislar una cuestión social de una cuestión moral y encubrir los condicionamientos socioeconómicos de cualquier acción. O en todo caso aquí los condicionamientos operan al revés: el que no necesita, actúa como un necesitado. Está claro que cualquiera puede divertirse como quiera, pero ¿por qué justo hacer pasar la diversión por aquellos fantasmas que asolan permanentemente su propia tranquilidad? Las amigas están jugando al juego que en la vida real se supone que más les duele. Hay dos opciones: o no les duele tanto, o podemos volver sobre aquellos argumentos que nos hablan de la búsqueda de transgresión de quien todo lo tiene.
En este segundo sentido, la cuestión se nos presenta una vez más en un tono paradójico: quien parece que todo lo tiene, solo encuentra un algo más en su propia falencia. Tenerlo todo es que no falte nada y por ello tal vez la única posibilidad de algo diferente esté justamente en esa “nada” que no falta. Pero con este mismo argumento habría entonces que avalar la transgresión de quien no tiene nada y va por todo…

publicada en Revista Noticias el 12 de Mayo del 2012 con el título "Pibas chorras de mentira".

sábado, 28 de abril de 2012

La salvación

Este texto fue leído en la noche de Pecha Kucha en Buenos Aires el pasado 24 de Abril. Cada párrafo acompaña a una imagen que se mostraba por solo 20 segundos. Gracias Pecha Kucha Night por la invitación!





“Tal vez al final de cuentas, todos buscamos la misma cosa: la salvación. Salvarnos del sinsentido de saber que la salvación no existe. ¿Pero pueden las instituciones salvarnos? ¿Puede el hombre salvar lo humano, o todo lo que toca lo destruye?



Lloramos cuando nos sabemos mercancías. Lloramos cuando entendemos que como en ese poema de Baudelaire, pretendemos entrar al cielo con una moneda falsa. La salvación no es un negocio. Al cielo se no se entra. El cielo te recibe…



Pero si la salvación es mercado, entonces no todos entran. Nunca todos entran si sigue habiendo un afuera y un adentro. Salvarnos a costa de la muerte de otros, no es salvación: es un crimen. Si se combate a la violencia con violencia, ¿se acaba así la violencia?



Tal vez toda salvación no sea más que un paseo sin rumbo. Como esa idea epicúrea del placer por caminar. No camino hacia ningún lado, no hay destino: el caminar es el fin. Recuperar el placer por lo gratuito, por el detalle, por lo que no reditúa…



Sí, caminar. La vida es un viaje abierto, una pregunta sin fin, un recorrer el abismo y hasta una caída. Por eso a veces necesitamos parar un poco y por eso inventamos ciudades y después casas y después puertas y después candados y después invertimos el mundo…



Nos quedamos sentados cuidando nuestras propiedades. Confundimos propiedad con lo propio y nos aferramos a las cosas como si fueran lo que somos. Y matamos por ellas. Eso es Cracovia. De esa plaza marchaban a los campos de exterminio. En nombre de lo propio…



Nada nos pertenece. Ni siquiera los hijos. Los hijos no son propiedades, sino energía que fluye, que “nos” fluye y nos renueva en nuestra búsqueda. Soltar, despojarnos, expropiarnos. Abrirnos a lo que siempre continúa y nos excede…



Los chicos no pueden morir porque son la prueba de que el tiempo existe. Y sin embargo eso es una fosa común en Polonia donde mataban y enterraban a los niños. Tal vez como dice mi amigo Ale Kaufman, todo se reduce a poder salvar la mayor cantidad de vidas posibles…



Es que en definitiva, ¿qué es la muerte? La filosofía decía Platón es un ejercicio para la muerte. Si es el final de nuestros relatos, el tema es quien los escribe. Toda muerte es siempre para los otros, pero otra cosa es que sea otro, para su interés, el que decide.



La vida como relato, la identidad como un texto. Las palabras son siempre otras. Somos lo que escribimos de lo que leemos de lo que otros han leído de lo que otros han escrito de lo que otros han leído y así. El ser que puede ser comprendido es lenguaje, decía Gadamer.



Juegos de lenguaje. Piezas tensadas entre lo que podemos articular y lo que indefectiblemente nos condiciona. ¿Somos libres? La libertad, otra palabra… Y si movemos esas piezas, sepamos que otros nos mueven a nosotros… ¿Pero es posible alguna ruptura?



Dar vida. Salvar. ¿Pero dar vida es un acto de salvación? Incluso parece que la madre no hace más que querer expulsar esa presencia extraña que la desestructura. Y de esos ataques expulsivos, la nueva vida se nutre. Hay una ruptura en la irrupción imprevisible del otro.



¿Quién es el otro? ¿Qué es lo otro? La otredad siempre es abismal, ya que comprenderla es desotrarla, apropiarla es perderla. La otredad es esa vastedad imposible que se nos abre para que en la perplejidad sigamos preguntando, seamos vivos…



Y como en ese relato de Pessoa, la vida es el otoño, o a la inversa, solo el otoño está vivo. La hora de nuestro nacimiento, decía Hegel, es la hora de nuestra muerte. No hay otro rumbo que la decadencia: la bella, la otoñal, la amarilla decadencia…



Sombras sobre el fondo de la caverna. Liberarnos nunca puede ser salir de modo absoluto, ya que el absoluto también es una palabra. Creer que la filosofía o la religión o la política o el arte alcanzan la verdad es un sentimiento prefarmacológico.



El gran ansiolítico. La gran cárcel. El yo también es una palabra, una superficie. En nombre del yo se han cometido los más grandes exterminios de la historia. ¿Por qué los más grandes? Porque son los que no veo, o peor, los que naturalizo como necesarios…



Todos somos extranjeros, viajeros, extraños, monstruos, otros. Nunca encajamos. ¿Cómo encajar si todo el sentido se despliega en que nacemos para morir? Tal vez el problema esté en el encaje, en creer que la búsqueda de sentido tiene sentido…



Desencajados. Amantes de lo que no cierra. Somos redes, rizomas. Convergemos en los caminos. Nos une nuestras diferencias. O como decía Epicuro de la amistad: nada nos une más que el compartir de casualidad y por un rato, un mismo recorrido...



Perdernos en la apertura. O abrirnos a la perdición. Salir del tacho que es la casa que es la costumbre que es la necesidad. Todo es demasiado maravilloso para que nos encerremos en nosotros mismos.



No dejarnos atrapar. Ni siquiera por el hombre. Romper la linealidad, romper la ruptura. Salir, siempre salir. No hay recetas para salvarse. Por ahí ni siquiera hay salvación, sino escape. Ah, de eso se trata… Huir. Escapar. No dejarnos atrapar…”

lunes, 23 de abril de 2012

La última vez

¿Cuándo fue la última vez que te preguntaste? No buscando una respuesta ni encontrando una certeza, sino la última vez que te escapaste de lo cotidiano y te detuviste. No por cansancio ni por desidia, sino porque sí. ¿Cuándo fue la última vez que te detuviste y dejaste que todo a tu alrededor flotara? Como quien se anima a desconectar las cosas, a quitarles su carácter de utilidad, a sacarlas de la lógica del cálculo. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo que no sirviera para nada? Para nada ni para nadie, ya que las servidumbres se presentan de formas muy misteriosas. Algo que no fuese pensado desde la ganancia, el interés o el egoísmo. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo porque sí? No porque te convenía o porque lo necesitabas, o incluso porque lo querías; sino porque sí. O al revés: ¿cuándo fue la última vez que la casualidad hizo con vos algo? No algo productivo, ni profundo, ni siquiera algo en sentido estricto. ¿Cuándo fue la última vez que le diste un abrazo a alguien? No a tus seres queridos ni a personas conocidas, sino a “alguien”, no importa a quien. ¿Cuándo fue la última vez que diste? No importa qué. Un regalo no vale por lo que es, sino que vale en tanto regalo. Un regalo no vale. Un regalo no es. Se da y no vuelve. ¿Cuándo fue la última vez que te abriste? ¿O que no te cerraste? ¿O que demoliste tus puertas? ¿O que dejaste entrar al indigente? ¿O que ese otro irrumpió en vos y te llevó puesto? ¿Cuándo fue la última vez que recordaste? No cuando vence la factura de gas o la fecha del examen, sino que te recordaste como una trama, como una huella, como parte del relato en el que te ves inmerso, como el deseo de querer seguir narrándote. ¿Cuándo fue la última vez que lloraste? Simplemente lloraste. De alegría, de tristeza, da igual. Llorar, como quien expresa en ese acto primitivo la existencia viva; como quien solicita, pide, ruega, pero no reclama, ni exige, ni cree merecer.¿Cuándo fue la última vez que te perdiste? No en esta calle o en este trabajo o con este proyecto compartido. Perderse, dejándose llevar por ese acontecimiento imprevisible, dejándolo ser. El mundo está repleto de carteles y señales. El mundo está lleno de héroes que te proponen un formato industrial del ser uno mismo y una carrera exitosa basada en el afianzamiento de lo que sos. No importa qué sos, sino abroquelarte en lo tuyo, o en los tuyos, y sobre todo erigir los muros que hacen del otro y de lo otro algo invisible. Por eso perderse, como quien pasea sin rumbo, o habla con una tortuga, o le pide perdón a un helado por comérselo. Como quien se baja del colectivo para caminar por esas calles extrañas, como quien encuentra una mirada que lo devuelve para adentro y cae en el abismo. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste miedo? No por lo que te pudiera pasar, sino por pensar que tal vez nunca no te pasara nada. ¿Cuándo fue la última vez que preferiste la nada al ser, un olor a un concepto, un insomnio a un ansiolítico, un árbol viejo a un ascensor? ¿Cuándo fue la última vez que te traicionaste, que te animaste, que transgrediste, que te lanzaste, que tuviste un sueño, que creíste, que descreíste, que te arrepentiste, que te afirmaste, que te cuestionaste, que soltaste lo propio y te abriste a la pregunta? ¿Cuándo fue la última vez que te preguntaste?

domingo, 8 de abril de 2012

Reinterpretando a Dios

Otra vez Pesaj, la fiesta de la familia y la libertad

Otra vez Pesaj. Otra vez la matzá, las aguas del Mar Rojo que se abren, la pelea por cuál parte de la familia celebra cada noche, las diez plagas, el nuevo integrante más chiquito que hace las preguntas, la historia de Moisés, la abuela que ya no está, las charlas en el edificio sobre las similitudes y diferencias con las Pascuas cristianas, el deseo de que todo sea lo más parecido a cuando la abuela vivía. Pero ya no vive. El tiempo es esa locura a la vez lineal y circular. Todo se repite al año siguiente, pero diferente; y uno intenta que sea igual, pero por suerte algo se transforma. Alguien ya no está, otros se presentan. No es tan cierto que el tiempo avanza solo hacia delante. Nos las pasamos escribiendo nuestra historia desde la relectura que hacemos de nuestras proveniencias. Un Pesaj sin la abuela, pero que tenga todo lo que tenía cuando la abuela vivía. Y lo más extraño es que ya olvidamos que la abuela hacía lo mismo con la suya; y que por eso, la misma idea de tradición no tiene nada que ver con el detenimiento dogmático y normativo, sino con la libertad que se ejerce en el acto de transmitir una experiencia. Pesaj es una fiesta familiar. Es la fiesta de la libertad. La libertad es en su inicio una experiencia familiar. Las familias se abren o se cierran. Por eso en Pesaj lo primero que se hace es abrir la puerta “para que el que tenga hambre, entre y coma”. Eso es tradición. Esa era la ética del desierto. Nadie cerraba ninguna puerta, sobre todo porque no había casas, sino tiendas, y las tiendas siempre están abiertas al otro, al que sufre, al que necesita. Pesaj es la fiesta de la apertura al otro, al extraño, al extranjero. La abuela cocinaba e invitaba a todos a comer, porque en la Guerra, allá en Europa compartían hasta las cáscaras de papa cuando nos mataban por judíos. Eso es tradición. Recordar para transformar el mundo. Si te matan por judío, por negro, por argentino, por comunista o por homosexual, no salís a defender el derecho de una parte, sino el de todos. No hay libertad para algunos y esclavitud para otros. O por lo menos no debería. Por eso cuando leemos en la Hagadá que la décima plaga consistió en la muerte de los primogénitos, mojamos el dedo en vino y lo arrojamos en señal de dolor. En realidad poco importa si hubo egipcios, plagas y aguas que se abren, lo cierto es que en Pesaj los judíos celebramos el relato de la libertad volviéndolo una vez más a narrar. Eso hacemos en nuestras casas en Pesaj. Comemos, conversamos, bebemos y en un momento el tiempo se interrumpe y volvemos a relatarnos. Otra vez Pesaj, otra vez la misma historia que siempre es la misma, pero nunca es igual. La historia de Moisés, y las aguas, y la esclavitud, y la matzá. Otra vez la abuela cocinando demasiado. Pero esta vez la abuela ya no está, aunque no importa, ya que en la forma de la celebración la rememoramos. Y así a su abuela y así a la abuela de la abuela. Vamos para atrás yendo para adelante o vamos para adelante yendo para atrás. Algo en el tiempo se descalabra en Pesaj. Nos sentimos en estos días parte de una interrupción. Nos sentimos parte de un Libro. No solo somos el pueblo del Libro, sino que lo seguimos escribiendo.

Publicado en Clarin el 5/4/2012

viernes, 13 de enero de 2012

Lógica privada

Tal vez toda esta nota puede reducirse a discutir la siguiente idea de Platón: para gobernar a los otros, primero hay que poder gobernarse a uno mismo. Platón supone una homología entre el alma y la polis: un ser humano y una ciudad-estado en el fondo se manejan con una misma lógica donde una racionalidad central debe regir por sobre el resto de nuestras funciones. Claro que la propuesta aristocrática platónica nos puede hacer mucho ruido, pero no deja de ser un buen dispositivo crítico para repensar el rol de un gobernante.
¿Qué es gobernarse a sí mismo? En Platón es anteponer el ejercicio de nuestro pensamiento a las otras partes del alma, por ejemplo a la irascible o a la hedonista. Un hombre justo es entendido como aquel donde la razón garantiza que cada parte del alma cumpla con su rol. Por ello, un hombre dominado por la búsqueda de placer o de riquezas o de la fama resulta un ser injusto. ¿Pero sucede lo mismo en las sociedades? Para Platón, debería. Al gobernante se le exige ser la razón de Estado y por ello amalgamar los diferentes intereses bajo una racionalidad pública común.
Un gobernante no debería tener ningún otro propósito que alcanzar una sociedad justa. Pero en general la función de gobierno se corrompe cuando el modelo del que gobierna no es el fin público sino el interés privado. Y a veces, aun concediendo que haya una vocación de gobierno, está claro que alguien que entiende la función ejecutiva a partir del modelo empresarial va a entender el bien común como entiende el bien privado. Es como si pensáramos que una persona justa es aquella que en vez de estar dominada por su razón, lo está por su deseo de lucro. Todo lo que haga va a estar condicionada por este objetivo. Con la función pública pasaría lo mismo: se piensa al Estado como una empresa y se actúa en consecuencia.
Para gobernar hay que poder gobernarse a uno mismo, pero la cuestión es ¿cómo me gobierno a mí mismo? Si en mi vida privada los aspectos mercantiles rigen la totalidad de mi ser, ¿no estaré luego mercantilizando la vida pública? Si en mi vida privada construyo una moral del egoísmo, la lujuria elitista y el hiperconsumo para pocos, ¿cuáles serán mis principios de justicia social? Se podría incluso abrir el debate y plantear la inversa de la filosofía platónica: no importa cómo me gobierno, sino como gobierno a los otros. Es un argumento posible. De hecho toda la modernidad política se erigió en la separación entre lo público y lo privado. Por eso, lo importante es enfocar la discusión a los modelos de eficiencia y gestión: ¿qué sucede cuando la racionalidad pública es cooptada por la racionalidad empresarial? ¿Qué sucede cuando se piensa la cosa pública desde la lógica privada? Podría darse el caso de gobernantes que asistan a boliches donde haya trata de mujeres, pero que emprendan políticas públicas en contra de este flagelo. Podría, pero mientras la racionalidad empresarial siga rigiendo la vida pública, la trata de mujeres -como toda actividad que se aproveche de la exclusión social-, continuará creciendo.

Publicada en Diario Z el 13/01/12

Sobre el diagnóstico

Hablar de certeza y error como dos polos excluyentes hacen ingresar a la ciencia al circo de los posicionamientos binarios. Todo parece un gran partido de futbol y se le exige al médico, pero también al verdulero o a la maestra que definan de manera taxativa: ¿es o no es inteligente mi hijo? ¿Está maduro o no está maduro el durazno? ¿Tiene o no tiene cáncer la Presidenta? Hace rato que perdimos el gusto por el futbol porque solo exigimos el triunfo y condenamos la derrota, y hace rato que hicimos de los médicos los nuevos sacerdotes de la biopolítica moderna. Pero la vida no se define por penales y los médicos no tienen la fórmula de la inmortalidad. Solo se trata de salir del existismo y por ello del derrotismo: no es un buen o un mal médico el que mejor se acerca a la realidad con un diagnóstico. No estamos en un programa de preguntas y respuestas. No es mejor científico el que encuentra una nueva verdad, porque seguramente esa verdad en pocos años se encuentre superada. La ciencia avanza refutando, pensaba Karl Popper, no se trata de acertar sino de ir descartando las hipótesis que no cierran. Y para eso hay que enunciar hipótesis y ponerlas a prueba. La vida es un hecho complejo, no se trata solo de un fenómeno biológico. Los médicos no son adivinos ni jueces, sino acompañantes. Hay técnica, pero también hay arte. Hay racionalidad, pero también hay amor. No se trata todo de aciertos o equivocaciones, sino de un vínculo que busca la tranquilidad y el mejor escenario para avanzar o no hacia una operación. Todo depende de lo que busquemos en la figura del médico y en lo que esperemos de nosotros mismos. La Presidenta estuvo tranquila. Creo que eso es lo único que vale.

Publicado en Revista Noticias el 13/01/12