Pensar el futuro es pensar el presente. Todo lo que podamos
decir sobre el mañana, lo decimos desde el hoy. El hoy es totalizante. Es desde
el presente que interpretamos el pasado y proyectamos el futuro. Nadie puede
prescindir de su momento, de su contemporaneidad, aunque podría ser posible
mantener una relación con el presente que no se resigne a la mera complacencia.
Ser contemporáneo, nos enseña Agamben, es siempre colocarse en ese lugar
extraño donde las luces y sus sombras convergen ambiguamente. No dejarse
deslumbrarse por las luces de la época, pero tampoco opacar. Poder habitar esos
márgenes desde los cuales el presente se nos muestra con sus apuestas y con sus
absurdos. Nadie puede prescindir de su momento y sin embargo muchos hacen de su
momento el tiempo todo. Y cuando piensan el futuro, lo hacen extrapolando los
valores dominantes de su tiempo, configurando el mañana desde los marcos del
hoy. Es una actitud que la antropología denomina etnocentrismo y que en
filosofía podríamos llamarla etnocentrismo temporal: todo se mide desde las
creencias del presente. El problema es que el presente dista de ser ideal y
entonces se reproducen sus mismas deficiencias a la hora de pensar el futuro.
La atadura que nuestra concepción del futuro parece tener con el presente es
definitivamente incuestionable. Nadie puede pensar algo que todavía no se ha
presentado. Y algo peor: cuando el futuro llega, solemos querer adecuarlo a
esas proyecciones y en ese acto lo perdemos. El futuro es siempre un otro, un
extranjero diría Derridá, algo que sabemos que va a arribar, pero nunca sabemos
cómo y menos con qué. Todo lo que podemos decir de ese otro no es más que lo
que decimos hoy de nosotros mismos, y por eso el futuro no es. O en todo caso,
si es algo, no es más que una figura espectral, una especie de sombra de
nuestro presente. Siempre que abordamos cualquier otredad, para comprenderla,
la “desotramos”, le descontamos su particularidad para hacerla entendible, ya
que solo podemos comprender lo que se nos presenta en nuestra
contemporaneidad. Por eso, una vez más
con Agamben, tal vez se trate de colocarse en ese lugar marginal que nos
permite deconstruir el presente para visualizar su historia y de ese modo
abrirnos a lo que viene.
Deconstruir, una tarea propia de la filosofía de nuestros
tiempos. Un propósito clásico de la filosofía en tanto pone todo en
cuestionamiento e intenta vislumbrar los recorridos que han hecho ciertos
conceptos para instalarse como naturales. La deconstrucción es la apertura de
aquello que se nos presenta cerrado, entendiendo que hasta lo más compacto
proviene de una mixtura. Deconstruir como tarea filosófica es poder hacer la
historia de nuestras verdades y descubrir tras ellas su propia motivación, su
interés, su proveniencia oculta. Es una actitud temporal que busca en el pasado
la escritura del presente, pero sobre todo lo hace con el objetivo de dejar que
el futuro llegue y no se encuentre sometido ni condicionado a las formas
contemporáneas. O dicho de otro modo: el futuro siempre llega. Siempre llega
igual, aunque lo entendamos o no lo entendamos. Aunque lo manipulemos o no lo
manipulemos. Hay algo de gratuidad en el tiempo. El tiempo se nos da. El tiempo
nos excede. Cuanto más abiertos estemos a lo que viene, más lugar le daremos a
lo imprevisible. ¿Qué es lo imprevisible? El nombre del futuro…
Las nuevas generaciones o son la expansión de lo que hoy
somos o no sabemos nada de ellas. Si son la expansión de lo que somos, o bien
nos continuarán, o bien nos negarán; pero siempre estarán atadas a lo que hoy
somos. Pero si nosotros en nuestros tiempos, en virtud de un trabajo de
deconstrucción, hacemos de lo que somos algo abierto, cambiante, en incesante
transformación, y sobre todo, entendiendo que lo que somos siempre puede ser de
otra manera, es muy probable que el futuro llegue en su más imprevisible
otredad. Las nuevas generaciones llevan un don que no implica nada religioso ni
metafísico, sino algo estrictamente existencial: se van a dar. O sea, van a
venir. Algo siempre sobrevendrá más allá de nuestra voluntad o de nuestros
intentos de sometimiento. El futuro no es domesticable. Solo es domesticable el
sentido que le damos en el presente, pero cuando el futuro llega, derriba todo
mito, toda expectativa, toda condición. El futuro nos sobrepasa y en su
imprevisiblidad nos libera. Mucho de la libertad se juega en este estar
abierto, o dicho con todas letras: no hay libertad si el futuro ya está
determinado. Sobre todo porque cualquier determinación es hecha por alguien y
con algún motivo. Y seguro que no es para todos. Walter Benjamin entendía el
futuro como un final del tiempo donde reinara la justicia para cada uno de los
derrotados de la historia. Ese final del tiempo redimiría a todos los que
vivieron su propio presente desde la derrota. Por eso su redención supone el
final del tiempo, ya que nuestra historia lineal ha sido escrita por los
vencedores, pero sobre todo ha sido escrita desde el presente triunfante. Dice
Agamben que no hay una verdadera revolución si antes no se produce una revolución
en nuestro sentido del tiempo: las nuevas generaciones no serán ni nuevas ni
generaciones. Serán algo imprevisible y por eso libres.
Publicado en el portal Educ.ar a fines de Noviembre del 2012
El otro día pensaba exactamente, en parte, en lo que escribiste. Siempre que pensemos va a ser a futuro. Creo que el presente mismo ya es el futuro, y el pasado el presente. Son esas cosas raras de explicar, más para mi que no tengo mucha idea de estas cosas pero siempre me gusta tenerlas rondando en la cabeza.
ResponderEliminarmuy buena!
Gran verdad lo escrito. Sabias palabras.
ResponderEliminar¡Abrazo inmenso!