“¿Pero cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo hemos podido
bebernos el mar? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte?”, se
lamenta el loco de La gaya ciencia de
Nietzsche ante el acontecimiento de la muerte de Dios. ¿Pero por qué se lamenta
el loco? ¿No estaba buscando a Dios? ¿No había llegado al mercado con su
linterna gritando “busco a Dios”, “busco a Dios”? ¿Pero, a quién estaba
buscando? ¿A un muerto? El loco estaba buscando a un Dios que ya sabía que
estaba muerto. Pero lo estaba buscando igual. Buscaba sabiendo que lo que
estaba buscando no lo iba a encontrar. Y así el lamento es doble. No solo
porque Dios ha muerto sino por qué no puedo dejar de buscarlo. “Seguir soñando
sabiendo que es un sueño”, dice también Nietzsche en La gaya ciencia. El loco llega al mercado buscando a Dios. Todos lo
cargan porque todos los que estaban allí no creían en Dios. O creían en Dios,
que es lo mismo. Creer o no creer en Dios. En los extremos, la pureza. O es un
sueño o no es un sueño: lo que molesta es lo impuro. La contaminación de los
polos. Si seguimos soñando sabiendo que es un sueño, se nos borra el horizonte.
El horizonte que ordena, que tranquiliza, que sosiega, que instaura, pero que
se nos presenta siempre inalcanzable. Buscar a Dios sabiendo que está muerto. El
horizonte borrado con la esponja prestada. ¿Prestada por quién? La pregunta por
el quién. ¿Quién me prestó la esponja
para borrar el horizonte? ¿Importa? Si se pregunta, importa, y sin embargo la
pregunta queda en suspenso. Solo queda la esponja que borra el horizonte y deconstruye.
O hay horizonte o no hay horizonte, que es otra forma de haber horizonte sin
haberlo. Lo inadmisible es que haya horizonte, pero borrado. Pero borrándose. Y
con una esponja. ¿Y con una esponja prestada por quién? ¿A quién oculta el loco? ¿A quién nombra en la ausencia del
nombre? ¿Quién me prestó la esponja
para borrar el horizonte? Hay una tradición de la cabalística judía que
entiende que el Dios verdadero solo se halla en un silencio de la primera frase
del Génesis; previo al Dios que se nos manifiesta en el nombre. Dios no es
aquel que habita la frase “en el principio creó Dios los cielos y la tierra”,
sino el suspiro silencioso que se retrae en la frase “en el principio, (él,
como silencio), creó a Dios, los cielos y la tierra”. Esa coma es el único
instante en el cual algo que después traicionamos con los nombres de Dios,
aparece. Aparece en su retracción. Es una coma, una inflexión. Es que el loco ni
creía en Dios, ni no creía en Dios. El loco buscaba lo que sabía que no iba a
encontrar. Ese silencio, esa coma. Había descubierto que todo es un sueño y que
no puede sino seguir soñando. ¿Cómo pararnos en el límite? ¿Cómo hacer estable
lo inestable? ¿Cómo sobrevivir en la ilusión olvidada de lo estable en lo
inestable? El loco había llegado al límite. Había comprendido que un límite es
algo ambiguo, móvil, fofo, abismal. Algo que se puede borrar con una esponja.
Un mar que se puede beber. ¿Pero cómo hemos podido hacerlo?, se lamenta. El
loco buscaba lo que sabía que no iba a encontrar. Lo imposible. No lo imposible
como opuesto a lo posible, sino lo imposible como lo que se repliega de la
dicotomía entre lo posible y lo imposible. Lo imposible como aquello que hace
estallar la idea de lo posible tanto como la idea de lo no posible. Un resto. Un
resto que interrumpe totalidades. Un resto que hace de lo posible y de lo no
posible figuras que se desarman, contingencias. La contingencia no es que no
haya horizonte, sino que pueda haber infinitos, pero que ninguno es
efectivamente real. O puro. Lo impuro no niega la pureza, sino que evidencia el
mecanismo por el cual todo busca infructuosamente un estado de pureza desde un
origen impuro. La contingencia es que todo pueda ser de otra manera, aunque
resulte insoportable. Dionisio no se soporta. Necesita de Apolo. Apolo se
soporta. Es soporte, pero no logra nunca disolver lo impuro. En el fondo, lo
impuro. En el fondo, no hay fondo. La anarquía originaria, el conflicto
originario evidencia lo imposible. La filosofía es una experiencia de lo
imposible, sostiene Derridá, ¿pero cómo podemos tener una experiencia de algo
que no es ni posible ni no posible? ¿Cómo tener una experiencia de aquello que
busca sustraerse a la presencia? ¿Cómo tener una experiencia de lo que se
sustrae? Una experiencia del repliegue, pero de un retraerse que desarma y
abre. Una experiencia de la palabra, pero la palabra implota y abre. Buscar lo
indeconstruible, sabiendo que solo hablamos lo que se deconstruye. La palabra
es soporte, pero Dionisio es lo impuro, es lo previo a la palabra, es
insoportable. ¿Cómo hablar de lo previo a la palabra si todo es palabra? ¿Cómo
tener una experiencia de lo imposible si la filosofía es lengua, es ente, es
medida, es límite? ¿Cómo usar la palabra contra sí misma? ¿Cómo mostrar que en
lo más recóndito de la pureza anida lo impuro? El loco llega al mercado con una
linterna y grita que está buscando a Dios, pero como todos los cargan, se
lamenta por su muerte. ¿Para qué lo buscaba si ya sabía que estaba muerto? Si
busco lo que ya sé que no voy a encontrar, hay algo que se repliega, que se
desactiva. Se desactiva el suponer que una búsqueda tiene sentido solo si
alcanza su propósito. ¿Pero cuál es, entonces, el propósito de una búsqueda? ¿Y
si buscar no fuese un medio para alcanzar un objetivo? ¿Y si fuese al revés? ¿Y
si hubiesen, como sostiene Agamben, medios sin fin? El loco no decreta la
muerte de Dios sino que lo desactiva. Lo vuelve inoperoso. Lo profana. Y en ese
acto lo resucita. Lo vuelve contingente. Lo emancipa de su univocidad. Lo
debilita. “¿Pero cómo hemos podido hacerlo? Lo más sagrado y poderoso que poseía
hasta ahora el mundo se ha desangrado bajo nuestros cuchillos. ¿Quién nos
lavará esta sangre? ¿Qué
ritos expiatorios, qué juegos sagrados tendremos que inventar?”, insiste el
loco de Nietzsche. Lo más sagrado que poseía hasta ahora el mundo.
Sagrado. Separado. Toda religión no es sino una forma de separación, sostiene
Agamben. Lo sagrado, separado del mundo. Sustraído al uso de los hombres. La
víctima sacrificial mutilada y distribuida. Unas partes para el uso de los
hombres. Otras partes separadas para los dioses. Separadas para el mundo
separado de los dioses. En toda separación invierte también Agamben, hay
siempre algo de religiosidad. “Lo más sagrado que hasta ahora poseía el mundo”.
¿Pero cómo podía tener el mundo algo sagrado, si lo sagrado es lo separado de
este mundo? O no era sagrado (un falso sagrado), o este no es este mundo. A
Dios no se lo mata con un cuchillo. Y no se desangra. ¿A quién matamos? De
nuevo, el quién. No matamos a quién nos prestó la esponja, sino que
matamos con la esponja. La esponja es el arma. Desactivamos. Borramos el
horizonte. Y jugamos. “¿Qué nuevos juegos sagrados tendremos que inventar?” El
juego sagrado. ¿Pero no hay en el juego una profanación de lo sagrado? ¿No
desactiva el juego la pureza? En el juego, dice Agamben, pervive la experiencia
religiosa. Pero hay juegos sagrados y juegos profanos. Todo es juego. Solo se
trata disolver la separación. Tocar. Cuando alguien tocaba con sus manos, su
cuerpo, su carne, los órganos mutilados de la victima sacrificial, automáticamente
recuperaba esas partes para el uso de los hombres. Lo puro no admite impurezas.
Hay juegos donde pervive secularizada la separación y hay juegos donde se toca,
se contamina, se ensucia, se profana, se restituye. El capitalismo como
religión, titula Benjamin. Separa y sustrae. El juego sagrado continúa. “¿Qué
nuevos juegos sagrados tendremos que inventar?” El juego del final del juego.
El juego profano. Aquel que fractura al acto sagrado. El juego que en su
desacralización se reconcilia con su vocación originaria. El juego que desactiva.
El juego impuro. En el acto religioso, dice Agamben, un rito se entrama con un
mito y producen una totalidad. Pero en su secularización, el rito se ejecuta
sin la metafísica del mito. O el mito se relata sin el rito; solo como un juego
de palabras, como un cuento para niños que necesitan escucharlo para dormirse. Romper
con el juego sagrado del capitalismo no es más que profanar el juego.
Profanación de la secularización. El niño escucha el cuento que sabe cuento y sin
embargo se entrega. Una y mil veces. Sobre todo, mil veces porque sin el cuento
no se duerme. Hasta que se duerme. Y el cuento volvió a ser ese enjambre de
palabras. El niño sabe que es un cuento y sin embargo, aun sabiéndolo, lo
escucha y se duerme. Nosotros escuchamos todo el día y a toda hora, miles de
cuentos. Y les creemos. O no les creemos, pero no nos dormimos. Para dormirse
hay que tomarse en serio al cuento, porque lo sabemos cuento. La contingencia
del juego no está en que nunca nadie se lo tome en serio, sino exactamente en
todo lo contrario: en poder tomarse cada vez en serio lo que sabemos que puede
ser de otra manera. El niño profana porque rompe con la separación. Lo obligan
a tomar la sopa y le entregan una cuchara. Pero la cuchara es cuchara y también varita mágica, y también espada, y también bastón. Y también.
¿Se escribirá alguna vez una filosofía del también?
No es una suma que integra ni que fusiona. No se trata de expansión, ni de
ampliación, ni de acumulación. Se trata de un resto. El también es el resto que hace que todo pueda ser de otra manera. Todo
el debilitamiento de la cuchara es su potencialidad de ser siempre también más que una cuchara. Profanarla.
Disolver su soberanía. O arrojarla al mundo del también. En ningún otro lugar se juega tanto la soberanía como en
la posibilidad de ser también. En la
posibilidad infinita de cualquier cosa de ser también infinitas otras cosas. En la posibilidad de cualquier cosa incluso
de negarse a sí misma. De ser también
ella su propia negación. Negarse a sí misma para emancipar todas sus
posibilidades. Así define Roberto Espósito el concepto de “voluntad de poder”
en Nietzsche: como la posibilidad radical de cualquiera cosa de negarse a sí
misma. De salirse de sí misma. De debilitarse. De ser contingente. Profanar es
debilitar. Es cuestionar la univocidad, fracturar el unicato del sentido.
Debilitar es borrar el horizonte. Todo se erige desde la fuerza de su propia
afirmación. Lo fuerte es fuerte y lo que no es fuerte es no fuerte. El
debilitamiento es otra cosa: es la esponja borrando el horizonte. “La fuerza
está en la debilidad” dice Pablo en Corintios. Dios se vacía a sí mismo. Se
vuelve esponja. La kenosis divina
como desactivación de la unilinealidad ontológica. Dios ha muerto y en ese acto,
dice Nietzsche, el hombre puede volver a creer. Dioses por doquier, de todos
los colores, sabores y olores. Dioses para dormir, para enamorarse, para
salvarse. Volver a ser niños y escuchar por milésima vez el cuento y dormirse.
Dormirnos sabiendo que es un cuento. Dormirnos por eso. La muerte de Dios
finalmente nos hace recuperar el sueño. Volver a dormir. Volver a jugar. ¿Por qué
no un Dios que sabemos metáfora? ¿Por qué insistir en una teología de la separación?
El capitalismo como religión. No poder dormir porque la cuchara solo es
cuchara. No poder tocar la cuchara ya que su sacralidad reside en el dogma de
su uso. La cuchara separada. La cuchara religiosa. Una cuchara sirve para tomar
sopa. Y el niño, cuando juega, la ensucia. Pero por suerte, la cuchara siempre
es también. Todo es siempre también. Todo es impuro porque todo
puede ser de otra manera. Seguir soñando sabiendo que es un sueño. Como el niño
que escucha el cuento y duerme. Como el loco que busca aunque sabe que no hay.
Desactivar para que todo sea juego. Jugar para desactivar el sentido único.
Profanar la soberanía del sentido. Contaminar. Contagiar. Ensuciar. Volver a
matar a Dios cada vez que se corporiza separado. Cada vez que se vuelve dogma,
violencia, propiedad, derecho. ¿Cómo se articularía un sistema de derecho si
cada cosa puede siempre ser también
otras cosas? ¿Cómo se articularía un sistema de derecho si cada uno puede ser también muchos otros? ¿Cómo se
articularía un sistema de derecho si no hubiera separación, si no hubiera
religión, si no hubiera univocidad? ¿Cómo se articularía un sistema de derecho
para los profanadores, para los jugadores, para los niños? ¿Cómo se articularía
un sistema de derecho elaborado por los profanadores, los jugadores, los niños?
¿Cómo se articularía un sistema de derecho si profanásemos la soberanía de la
palabra? “Aquí, el loco se
calló y volvió a mirar a su auditorio: también ellos callaban y lo miraban
perplejos. Finalmente, arrojó su farol al suelo, de tal modo que se rompió en
pedazos y se apagó”. ¿Pero qué dijo el loco? ¿Por qué rompió el farol? “Vengo
demasiado pronto, dijo entonces, todavía no ha llegado mi tiempo”. ¿Pero no es
el tiempo siempre un todavía? Dice
Agamben que no hay revolución que no comience con una revolución en nuestra
concepción del tiempo. Y aunque el rey tome todo mi tiempo, siempre hay un
resto para dar. En esa cuchara, en esa búsqueda, en ese cuento. Un resto que no
permite que la totalidad sagrada cierre. Un resto profano, sucio, impuro.
Ponencia en el marco del Coloquio Homenaje a Jacques Derrida: la soberanía en cuestión
Octubre 2014