Aunque siempre la condición humana se haya ido constituyendo
a sí misma en conexión esencial con la técnica, en nuestra cultura se fue
generando una separación radical entre ambas dimensiones. Por eso, cuando
pensamos a la tecnología, solemos hacerlo como si fuera una instancia exterior
al ser humano con quien se puede relacionar tanto de manera positiva como
negativa.
De hecho, según resume Mercedes Bunz en La utopía de la copia, suele haber dos formas canónicas de explicar
la relación entre el hombre y la técnica: una optimista y otra pesimista. La
optimista entiende a la tecnología como una proyección de la naturaleza humana
que logra por medios artificiales expandir las funciones propias del ser humano.
Así, un martillo se vuelve un puño más fuerte, un automóvil es visto como una extensión
veloz de nuestras piernas, o una computadora no es más que un cerebro con mayor
potencialidad liberado de las limitaciones propias del cuerpo humano. Es que la
clave de esta versión optimista se encuentra en cuestionar la degradación a la
que conduce la finitud de nuestro aspecto material, para colocar en la
tecnología la utopía de una naturaleza humana sin su encorsetamiento corpóreo.
La tecnología de este modo mejora y realiza lo que por esencia somos.
La versión pesimista entiende al contrario que en algún
momento del desarrollo de la técnica, el ser humano fue perdiendo el propósito.
La tecnología se emancipó de su motivación original y terminó creando un nuevo
mundo artificial que reemplazó uno a uno los rasgos propios de lo humano hasta
destruir su naturaleza. Así, nuestras vocaciones, nuestras necesidades, pero
también nuestros vínculos, tomaron nuevas formas más superficiales y más al
servicio de las sociedades del hiperconsumo. Ya no bebemos, sino que compramos
marcas de gaseosas; ya no caminamos, sino que los medios de transportes nos
transportan de acuerdo a sus intereses; ya no nos conectamos con la naturaleza,
sino con una red virtual de la cual no nos podemos desconectar. Hay una
naturaleza humana que se ha perdido, absolutamente enajenada por una sociedad
postindustrial que nos convierte en usurarios. Para esta versión pesimista, la
tecnología es la gran responsable de la actual crisis del humanismo.
Resulta interesar poder hacer un ejercicio de rompimiento de
este pensamiento lineal, repensando la relación entre el ser humano y la
tecnología desde otro lugar. ¿Y si no se trata de dos instancias separadas de
modo excluyente, sino que ambas se condicionan de manera esencial? ¿Qué
significaría esto? Tal vez, la propia idea de una naturaleza humana se
encuentra inextricablemente ligada con las transformaciones de la técnica. O
como sostiene Roberto Espósito recuperando el pensamiento de Pico della
Mirándola: tal vez la naturaleza del hombre no sea más que estar todo el tiempo
reinventando su propia naturaleza.
Es que el problema tanto de la posición optimista como de la
pesimista es acordar en la existencia de una esencia de lo humano en sí misma,
inmutable, inmodificable, como una especie de núcleo duro que define lo que
somos y que se mantiene incólume a lo largo de la historia. Pero si así fuera,
¿cuál sería esa definición? ¿Por qué valdría la actual, por ejemplo? ¿Valdría
más por ser la más reciente? La historia de la cultura fue mostrando
transformaciones permanentes en lo que entendemos como ser humano, ¿por qué se
detendría justo ahora? ¿No es evidente que dentro de algunos años una vez más
todo este dispositivo de saber cambie?
Y así como se pone de manifiesto la diversidad de
concepciones que han regido a lo largo de los años, se puede también vislumbrar
que no hay definiciones de lo humano en la que acuerden todos los humanos. Hay
un discurso científico actualmente vigente que intenta definir al ser humano y
que puede instalar esta definición en virtud del lugar hegemónico que ocupa hoy
la ciencia en Occidente. Pero ha sido sobre todo el darwinismo quien más ha
cultivado la idea de que todo es contingente cuando se trata de la vida. Un
darwinismo al que se lo suele leer exactamente en sentido inverso.
¿Qué es la contingencia de la vida? Es entender que la
evolución de las especies no sigue una línea meritocrática. No sobreviven los
que mejor se adaptan a las circunstancias, sino que las mutaciones siempre son
azarosas y por ello sobreviven los que ante las nuevas circunstancias (climáticas,
por ejemplo) han mutado previamente por azar y así coinciden con el nuevo
escenario. Ni el hombre es la mejor especie del universo, ni este ser humano es
la última etapa de ningún proceso evolutivo. Somos contingentes, somos por
azar, somos tránsito y no hay una meta prefijada.
La tecnología, en este sentido, se vuelve indisolublemente
nodular en las transformaciones de lo humano. No es un elemento externo, sino
parte misma de lo humano. Y así como fuimos amebas o simios, también somos
cyborgs, esa figura que nos muestra como una mixtura entre lo natural y lo
artificial. Hay un interesante relato que coloca al ser humano entre lo animal
y lo técnico, pero sobre todo resulta interesante porque nos coloca en un
“entre”, es decir en algo no cerrado ni definitivo, sino en permanente estado
de reinvención. Por ejemplo, el lenguaje es una técnica que nos constituye y ya
no somos por fuera de la lengua. Y de esta manera la mayoría de las creaciones
tecnológicas nos muestran un escenario diferente que puede pensarse por fuera
de la dicotomía entre la versión optimista y la pesimista.
En ese sentido y según otro ejemplo, la postura optimista
valorará la irrupción en nuestra cotidianeidad del celular como una técnica que
mejora y potencia notablemente nuestras posibilidades comunicacionales. La
posición pesimista por el contrario, nos predicará que el celular decide por
nosotros cuando comunicarnos y cuando no. Pero lo que es claro es que desde el
apogeo de los celulares, se ha producido una transformación profunda en muchos
aspectos de nuestra vincularidad con los otros. Desde la conciencia de estar
siempre on-line, hasta la irrupción de nuevos lenguajes como el mensaje de
texto o las mismas redes sociales que modifican no solo formas de expresión,
sino la naturaleza misma de nuestra identidad. De hecho, la idea misma de red
nos exige cambiar nuestra concepción del lugar del individuo, acostumbrado
tradicionalmente a colocarse como centro y ombligo de todos sus contactos, por
una idea más cercana al nudo como encuentro casual o entrecruzamiento
contingente, rizomas que van creando sujetos aleatorios.
Hablar de identidad con las nuevas tecnologías –al igual que
hablar de lo real, por ejemplo- supone una vez más desmarcarse del pensamiento
dicotómico, deconstruirlo. Ni las redes sociales de la virtualidad informática
como Facebook o Twitter ayudan a que cada persona se expanda mejor a sí misma,
ni tampoco todo lo contrario y las redes sociales han aniquilado completamente al
yo. Las nuevas tecnologías de la informática transforman la idea misma de
identidad, evidenciando que las personas -como bien se visualiza en el origen
del término que asocia “persona” con “máscara”- somos muchas en una; o que para
no caer en una militancia esquizofrénica, todos somos otros; o como decía
Nietzsche, el yo es un campo de batalla. Y así esta contingencia del yo se
plasma en todas sus expresiones, en cada perfil con el que nos narramos a
nosotros mismos, todo el tiempo de modo diferente.
La tecnología, por último también afecta al arte, pero no se
trata de un condicionamiento externo, sino esencial. Ya Benjamin leyendo a
Baudelaire, analizó cuidadosamente desde el impacto de la fotografía en la
nueva pintura abstracta hasta las potencialidades de la nueva obra de arte
reproducida. No se puede simplemente leer a la tecnología en la música como la
capacidad desarrollada para producir copias de modo masivo. Una grabación ya
hace rato que no se entiende solo como una copia de un original, sino que hay
un original que surge de la misma tecnología en su conexión esencial con la
música. El cine es tal vez la mejor expresión de un arte surgido desde la
tecnología que fue dejando -y muy rápido- su identidad como mera puesta en la
pantalla de una obra de teatro, creando un género propio que debe todo al uso
creativo y subversivo de la tecnología de imagen.
¿Cómo serán los próximos recorridos? ¿Cuál es el lugar del
actor en estos esquemas? Tal vez lo interesante sea poder salirnos del esquema
binario que, o bien celebraría a las nuevas tecnologías como accesorios que
eficientizan el trabajo actoral, o bien insistirían desde una versión pesimista
y tradicional en declarar la muerte del actor. Nuevas transformaciones, nuevos
desafíos.
Publicado en Revista Arlequín (SAGAI) a fines de marzo del 2013
Muchas gracias por el aporte, me fue de mucha utilidad.
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