Dice Derrida que la filosofía es una experiencia de lo
imposible, no porque no sea posible, sino porque cuestiona los límites que
delimitan aquello que es posible y aquello que ya no es ni siquiera un aquello,
pero cuya imposibilidad define el marco de lo posible y de su necesidad de
transgresión. Hacer filosofía es por eso ser cada vez más conciente del límite
y al mismo tiempo del deseo de atravesarlo. La filosofía es ese deseo en estado
de deseo, ya que cuando se traiciona a sí misma y pretende dar respuestas, no
hace otra cosa que seguir corriendo el límite. Toda filosofía, en ese sentido,
es profundamente religiosa, ya que descree de toda religión, dogma, absoluto.
Lo religioso está en el incontenible deseo de la pregunta que frente a
cualquier demarcación siempre quiere más. La filosofía es ese querer en estado
puro, o como decía Platón, ese amor por el saber y nunca el saber mismo. Quiere
seguir queriendo y por eso no tiene que ver ni con la paz, ni con la felicidad,
ni con la seguridad. No hay amor seguro. Eso es economía o derecho, pero la
filosofía como amor al saber es más amor que saber. O en todo caso es un amor
que rompe todo contrato, acuerdo, ley. Todas figuras de un orden que se
presenta como natural, normalizando una realidad que por infinita no puede
tener centro, ni alambradas conceptuales, ni administración. No se puede
administrar el deseo, o deja de ser deseo para ser aquello que creemos que es
deseo y por ello suponemos que tiene resolución. Pero la filosofía no resuelve
problemas, los crea. No formula preguntas para encontrar sus respuestas, sino
que parte de las respuestas instituidas para desmontarlas con su batería de
preguntas. En especial con su pregunta predilecta: ¿por qué? La pregunta
infantil, la pregunta sin sentido. La pregunta por el por qué del por qué del
por qué, y así al infinito para resquebrajar la idea de un orden de lo real,
para resquebrajar. Es que las administraciones producen órdenes donde todo
encaja con todo para que cada uno acepte su lugar en ese gran rompecabezas que
es el cosmos, al que basta hurgar en su origen etimológico para comprender que
de “cosmos” deriva cosmético, y por lo tanto el orden universal no es más que
un nuevo revoque sobre viejos revoques para tapar lo intapable. Así, la
filosofía se asume un saber inútil, no porque no sirva para nada, sino porque
denuncia que todo tenga que servir para algo. Pero sobre todo, que todo tenga
que servir para alguien. Y si es un saber inútil es un juego de niños, o de
delirantes, o de mentes alteradas. Es una actividad improductiva: ¿a quién se
le ocurre analizar lo obvio? ¿Para qué sirve? Y sin embargo con solo
deconstruir el concepto de obviedad encontramos que la palabra “obvio” etimológicamente
remite a las vías que se me colocan enfrente de modo tan cercano que nos
imposibilitan vislumbrar que para cualquier camino, siempre hay otros caminos
posibles. Obturados, deshechos, dejados de lado por inútiles, o lúdicos, o
adolescentes. Pero para la filosofía nada es obvio. O al revés; entiende que
donde más se presenta el sentido como obvio, más necesario es el
cuestionamiento. Hacer filosofía cuando todo se derrumba es fácil. Lo difícil
es hacer filosofía cuando todo funciona bien, ya que allí es donde se impone el
interés de algunos en nombre de lo normal, de la verdad, de lo sano, de lo
productivo, de lo rentable, de lo útil, de lo posible. Es en ese sentido que la
filosofía es una experiencia de lo imposible, como en ese legendario emblema
del Mayo Francés que nos instaba a ser realistas y pedir por lo imposible.
Pedirle no al otro, sino pedir como quien se exige y se decide a cuestionarlo
todo. Como Sócrates que comprendió finalmente que si no hay una verdad, su
misión era desenmascarar a todos aquellos que se creen sus dueños. Por eso, la
filosofía no puede sino ser una práctica política, ya que el poder logra sus
victorias cuando demuestra que hay zonas donde no se hace política, que suelen
coincidir con la cotidianeidad, con los vínculos, con lo doméstico. Es que de
eso se trata: de la domesticación, esa forma silenciosa del poder que triunfa
logrando que todos compartamos los mismos parámetros de lo que nos hace feliz,
de lo que está bien o mal, de lo que por naturaleza las cosas tienen que ser.
Nadie que haga filosofía va a ser entonces feliz, por lo menos en la forma en
que se normaliza la idea de felicidad. Nadie que haga filosofía va a alcanzar
la tranquilidad, por lo menos en su versión farmacológica. Nadie que haga
filosofía va a llegar ningún lugar seguro, por lo menos si se trata de lugares
definitivos. Es que no se trata de llegar sino de salir. Salir, para seguir
saliendo…
Texto publicado en Tiempo Argentino en 2015