Una de las intuiciones del pensamiento dialéctico es haber
comprendido el desfasaje que se produce entre los cambios materiales en el
mundo y las instituciones que pretenden sostener el orden social. Las
instituciones, por ello, muchas veces, permanecen como estructuras que aunque
desfasadas intentan todavía ordenar una realidad que sin embargo se desborda.
Categorías como fantasmas a las que acudimos porque todavía no contamos con
otras; o peor, categorías a las que acudimos porque son fantasmas que nos dan
un respiro frente a un orden que se nos derrumba.
Uno de estos casos es la idea de patria. ¿Con qué idea de
patria nos pensamos como ciudadanos? ¿Nos alcanza la idea de patria tradicional
para comprender las problemáticas sociales del mundo global?
Hay dos elementos conceptuales que acompañan a la noción de
patria en sus márgenes y en sus oposiciones: por un lado, la idea de frontera,
y por el otro, la idea de extranjería. La patria necesita definirse, esto es,
poner fines, límites, fronteras. Una patria necesita de otra para autoafirmarse
en su identidad, para diferenciarse. Y para que la delimitación funcione
resulta necesario encontrar un sustrato común que unifique a todos los miembros
de la patria y los distinga claramente de los demás. Tan simple sería todo si
las fronteras fueran precisas, pero las fronteras no pueden ser precisas porque
son fronteras, o sea, zonas de tránsito, de mezcla, de contaminaciones. Tan
simple sería todo si encontrásemos ese sustrato común, pero ese sustrato no se
encuentra porque lo común se construye, o sea, las identidades se van
configurando de modo narrativo, ficcional, artificial.
Toda nación es una comunidad imaginada, planteaba Benedict
Anderson, y está claro que para que un estado nacional funcione, resulta
necesaria una integración que penetre en el imaginario esencial de una
propiedad comunitaria. La patria como una familia ampliada, donde el territorio
solo sea la excusa para que todos aquellos que compartimos una mismidad (una
misma esencia) nos realicemos en común. Es interesante por ello repensar en la
historia de las fronteras de la mayoría de los estados nacionales modernos; y a
la inversa, comprender la artificialidad de una construcción que se deconstruye
fácilmente en lo nacional, lo étnico, lo cultural. ¿O en el fondo no somos
todos mixtos?
Claro que por suerte está el extranjero. Aquel que desde su
identidad tan clara y evidente como la nuestra, nos ayuda a confirmarnos en lo
que somos. Yo tengo mi lengua, él tiene su lengua. Yo tengo mis costumbres, él
tiene sus costumbres. Yo tengo mi historia, él tiene su historia. Yo tengo, él
tiene. Pero el problema no tiene el que tiene, sino el que no tiene. El verdadero
extranjero nunca es simétrico. Es extranjero porque es carente. El verdadero extranjero
nunca es un semejante. Es extranjero porque su diferencia nos resulta
incomprensible. El verdadero extranjero no es un par con quien establecer
relaciones diplomáticas. Es extranjero porque no tiene voz. El verdadero extranjero no tiene pasaporte. Es
extranjero porque irrumpe.
Si la patria se juega en los derechos que poseemos como
ciudadanos, entonces la pregunta es la de siempre, de Marx a Hannah Arendt:
¿cómo defender los derechos de los que no tienen derechos? Incluso, se vuelve clave
repensar los alcances mismos de los derechos humanos, a partir de las fisuras
entre el ser ciudadano y la vida desnuda: si la última frontera es el
pasaporte, ¿cuál es el lugar de los indocumentados? Se puede pensar a la patria
como la comunidad de los propios, pero se puede pensar a la comunidad como la
apertura infinita al otro. Roberto Espósito retoma la etimología de la palabra
comunidad no tanto como lo común sino como el compartir un “munus”, una figura
del derecho antiguo que propiciaba la obligación de dar, de abrirse a la
necesidad del otro. Invertir el esquema y hacer de la patria una gran frontera.
Un lugar de oscilación creativa entre lo propio y lo extraño. Entre lo que una
comunidad tiene al mismo tiempo de propio y de extraño.
Tal vez la patria se esté jugando en cada muerto de cada barco
hundido…
Texto publicado en el diario Tiempo Argentino en 2015
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