Hay algo que molesta. Hay una falla que no podemos resolver.
Una falla de fábrica. Nacimos mortales, pero además nacimos. No éramos nada.
Ahora somos. Luego, eternamente ya no seremos más. Por la infinita eternidad de
los tiempos. Y en virtud de la misma eternidad que nos antecede. La falla hace
que nada tenga sentido. O al revés. La falla hace que hagamos de todo para
aplacarla. El mundo está repleto de objetos, prácticas, vínculos,
instituciones. Todo parece estar hecho para dotar de un sentido a la
existencia. Y sin embargo hay momentos en los que este gran pacto hace
eclosión. Tomamos esa distancia indebida desde la cual observamos todo lo que
nos rodea y así nada cierra. Nos vemos rodeados de cosas, que van siendo percibidas
abstractamente como cosas, y en ese
acto nos damos cuenta que algo del sentido se esfumó. Nos sentimos vacíos, pero
insaciables. Ni siquiera aptos a emprender una acción para ver si algo nos
satisface. Nos sentimos vacíos y percibimos todo vacío. Caemos en un estado como
de insatisfacción permanente, de ansiedad sin objetivo, de aburrimiento
esencial. Los medievales llamaban a esta sensación con el nombre de acedia. Es una mezcla de desidia y
pereza. Cuentan que un demonio meridiano penetraba en el cuerpo de algunos monjes
los días sábados, el día de Saturno, el día del tiempo. Y que los tiraban para
abajo. Les quitaban la energía, la fuerza, el deseo, el sentido. Se confundían
en los ritos. Se perdían en el desgano. Perdían las ganas.
¿Ganas de qué
perdían los monjes? Se trata de un estado de ánimo, de un temple denominado taedium vitae: tedio por la existencia.
No aburrimiento por esta acción o por este vínculo o por este trabajo o por
este entretenimiento. Ojalá fuera tedio por algún objeto concreto. Pero el
tedio existencial es aburrimiento por todo. Por el ser. Por tener que ser.
Aparece sobre todo cuando nos hallamos abrumados de cosas y sentimos que
ninguna aplaca lo único importante. Lo único importante que es inaplacable. Cuántos
más objetos, más sensación de estar perdidos. Cuánto más lleno todo, más
anonadamiento, más sensación de que todo en definitiva es nada. El tedio es
tedio ante el todo, pero la angustia es angustia frente a la nada…
A diferencia del tedio, otro de los temples claves para
Heidegger es la angustia, ya que desde
la nada es quien nos hace patente nuestro ser-en-el-mundo. Nos hace patente
nuestra contingencia, nuestro estado de apertura. Asumirnos así es ser
concientes de que no somos nada. La angustia nos recuerda permanentemente que
nada es absoluto ni definitivo. Nos descentra. Nos resquebraja. Nos baja del
pedestal. Nos difumina el sentido. Cuando adviene la angustia, todas las cosas
pierden valor, pierden sentido, presencia. Se evanescen, se vuelven meras
formas, fantasmas. Recordando que a fin de cuentas todo es efímero, entonces
todo pierde sustento, y se nos cae. ¿De qué sirve este amor, esta alegría, este
trabajo, si en definitiva todo culmina y nada es efectivamente lo que es? Todo
en la angustia se pierde. Nos sentimos extraviados, fuera de casa. Ningún ente
parece tener sentido y cuando recobramos un poco el ánimo y se nos pregunta qué
nos pasaba, respondemos: “no era nada”.
Es que de eso se trata. De un encuentro con la nada. La nada que todo es cuando todo se devela contingente.
La nada no nos revela que nada es, sino al contrario, nos muestra que el ser no es absoluto. Pensar
que la nada es, es consecuencia de
una idea del ser como algo estable, fijo y definitivo. Por eso, cuando pensamos
al ser en su conexión con el tiempo, caemos en la cuenta de su carácter
contingente, y ello nos provoca un descentramiento de sentido. Básicamente,
todos los entes que nos rodean, se enflaquecen, pierden espesura, ya que en el
fondo, por ser finitos, no son nada. De este modo, la angustia, para Heidegger,
nos coloca en otra relación con las cosas. Les quita peso, las vuelve
superfluas.
Por eso, dice Heidegger que la cotidianeidad con sus
objetos, artefactos y utilidades es el mejor lugar para huir de la angustia y por
lo tanto, huir de lo que somos. La vida cotidiana, como un fármaco, anestesia
nuestra conciencia de finitud y hace de la angustia existencial una dolencia.
¿Para qué recordar todo el tiempo que nos vamos a morir? En la cotidianeidad olvidamos nuestro carácter
finito y nos creemos dueños, propietarios, amos, cuando en realidad todo
siempre se desvanece. Todo siempre es también nada. Y sobre todo nosotros
mismos. Recordar todo el tiempo que nos vamos a morir es asumir que todo puede
ser de otra manera porque nada es entonces definitivo. El ser humano dice
Heidegger es ser-para-la-muerte. Eso angustia, por suerte, ya que nos devuelve
la pregunta por el sentido.
Texto publicado en Tiempo Argentino en 2015
excelente !!!!
ResponderEliminarEscribio Galeano alguna vez " A veces el bajon demora en irse y yo ando de perdida en perdida, pierdo lo que encuentro, no encuentro lo que busco y siento mucho miedo de que se me caiga la vida en alguna distraccion". La angustia es perdida, es perdida de todo y nada a la vez, es perderse a uno mismo y que peor angustia que la soledad de sentirse fuera de todo, incluso fuera de uno mismo. Ahi donde la promesa de felicidad fracasa es donde entramos en la interrelacion del deseo y la falta; y que problema seria si nos faltara el deseo de lo que nos falta no?. Te admiro Dario, sos un modelo a seguir para mi
ResponderEliminarDario me da placer escucharte...
ResponderEliminarTe busco para encontrarme
Y es que la nada misma angustia.Ser anguntia o no Ser también,porque qué es el Ser.
ResponderEliminarYo también amo la idea de que "existimos" porque el transcurso del día a día fui experimentando lo interesante de la Filosofía y lo arraigada que estuve desde quizás mi nacimiento.
La angustia, es el camino hacia uno mismo, hacia el deseo.
ResponderEliminarExcelente el blog Dario.!