Uno de los temas que hoy genera acalorados debates es la
cuestión de la farandulización de la política. Se cuestiona la presencia en la
política de un género extraño que la estaría como mínimo banalizando y como
máximo destruyendo. La política estaría siendo invadida por una lógica impropia
que la emparentaría con ciertos géneros televisivos más propicios a resaltar
escándalos privados, peleas soeces, morbosidades biográficas, y sobre todo, la
disolución de cualquier tipo de contenido (sea artístico o en este caso
político) en pos de cuestiones más bien superficiales. Hace unos meses, la
Iglesia se expresó a través de un comunicado, absolutamente conmovida por la farandulización
de la política. Por ello, reflexionaba afirmando que la política no debería ser
producto del marketing (la farándula se supone que es un espacio de venta
pura), que los políticos debían expresar con claridad sus proyectos (se supone
una vez más que la farándula distorsiona), y que debían sobre todo privilegiar
la capacidad de diálogo (claramente en la farándula se supone que todo es a los
gritos).
Tenemos dos problemas de arranque: por un lado, en ningún
lugar se debate más la farandulización de la política que en la farandulización
de la política. Interesante implosión que logra el objetivo de mostrar los
decorados de una puesta cuando a los gritos se discute que todo se discute a
los gritos. Y lo que a priori parecería ser una falta de sentido, termina
siendo fuertemente esclarecedor. Es exactamente el lugar contrario donde se para
la Iglesia para ejercer su denuncia desde un afuera en el que se supone que la
invasión no ha llegado: en la Iglesia no hay marketing, ni oscuridad ni dogmas…
Ni siquiera es una crítica puntual a la Iglesia, sino a las
construcciones idealizadas de un otro expiatorio que salvaguarda nuestro supuesto
estado de pureza: por suerte está la farándula para conjurar en ella todos los
males de este mundo y así nuestra identidad política se mantiene a salvo. Los
chivos expiatorios no son ni inocentes ni culpables: son quienes nos permiten
creernos indemnes, limpios, puros, racionales, buenos.
Tal vez haga falta problematizar los términos. Farándula se
asocia etimológicamente a vagabundeo, pero a un vagabundeo propio de ciertas compañías
de teatro medievales. Por eso también se asocia con farsa, pero sobre todo con
puesta en escena. El término aun no tiene en su origen la implicancia de lo
personal por sobre el contenido. Hoy lo farandulesco parece priorizar lo que en
principio no importa ni en el arte ni en la política: la vida privada del actor
que sin embargo se convierte en su propia obra expositiva. Y por ello es tan
fuerte la todavía continuidad exigida a la política entre gestión pública y
moral privada: un buen gobernante, decía Platón, debe poder gobernarse a sí
mismo. Aunque todo sea una farsa…
Otro término diferente es el de la frivolización de la
política. Lo frívolo como lo superficial acompaña a la farándula. La palabra
parece remitir antiguamente a ciertos recipientes de barro que se quebraban
fácilmente. Se presentaban enteros, pero se quebraban. La frivolidad tiene algo
de pretencioso, pero que se vuelve frivolidad cuando se evidencia. Se evidencia
su quebranto, su vacuidad, su ser jarro. ¿O no se rompen los jarros? Todo lo
profundo busca la superficie, decía Nietzsche. ¿O se trata de distinguir en el
mundo del espectáculo entre lo frívolo y lo serio? ¿O no hay frivolidad en la
seriedad? De nuevo la continuidad entre lo público y lo privado: un buen
gobernante no solo tiene que ser sino también parecer, decía Maquiavelo. ¿Pero
ser no es siempre aparecer?
Llegamos a la espectacularización de la política. Concepto
también ambiguo que implica la idea de contemplación. La política como
contemplación la distiende de sí misma y la coloca en un lugar de ajenidad. Parece
entonces estar abandonando la idea tradicional de política activa y reducirse a
una cuestión electoral de zapping, confundiendo el éxito del rating con la
legitimidad de la democracia. Pero la espectacularización es una cuestión ontológica
ya que supone una transformación material del mundo donde la imagen ya no se
escinde de los hechos como algo accidental. Entonces el problema no sería tanto
la sospecha por la impostura de la política, sino al revés: la sospecha por el
supuesto lugar de autenticidad de quienes se creen inmunes a la historia. Tal
vez por ello, no se trate tanto de la farandulización de la política como de la
politización de la farándula. Como siempre, donde más se juega lo político es
donde se supone que no le compete jugar.
Texto publicado en Tiempo Argentino en 2015
La tv, las noticias, la política, la farándula, las ideas, la cultura, la contracultura, nuestro tiempo... todo... absolutamente todo en este mundo es mercancía.
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